Por Nancy LUNA SORCIA
CHOLULA.- La historia de la peluca nos demuestra, como el ser humano ha querido cuidar su imagen desde hace miles de años. La calvicie siempre ha existido y ningún hombre o mujer de buena posición podía permitirse mostrar su calva. En la Antigüedad, llegó a ser un auténtico producto de lujo.
Sin embargo, la calvicie fue un mal difícilmente evitable. Se llegaba a ella con facilidad por los materiales utilizados para teñir el cabello, por lo que cuando éste desaparecía, el único remedio era ponerse peluca.
Se han encontrado pelucas incluso sobre las cabezas de momias faraónicas que no querían emprender calvas el viaje a la eternidad. Paradójicamente las mujeres egipcias del entorno nobiliario y de la familia del faraón estaban obligadas a raparse la cabeza y poner pelucas ceremoniales sobre sus calvas.
En el siglo I, Mesalina, esposa de Claudio, era adicta de la peluca y la utilizaba en sus correrías nocturnas por los antros de la ciudad según relata Juvenal en su obra Sátiras.
Otros pueblos antiguos, como los cartagineses, la utilizaban. Cuenta Tito Livio en su obra Décadas que Aníbal usaba peluca para pasar inadvertido entre sus tropas.
Las largas, hermosas, lustrosas y a menudo olorosas trenzas que las doncellas llevaban en la Edad Media eran pelo postizo añadido al propio.
San Jerónimo amonestaba a las mujeres cristianas del siglo IV por no abandonar la diabólica prenda, diciendo que tales mujeres “con ayuda de cabellos ajenos construyen sobre sus cabezas edificios postizos”.
Por lo general, peluca y postizo se hacían con pelo perteneciente a la familia; el pelo para las pelucas destinadas a la venta se compraba a los dueños de esclavos.
Antes del año 1000 los hombres lucían pelucas. Eran toscas, a menudo de pelo animal mal aderezado y sucio que había que teñir y empolvar hasta darles el volumen deseado. Eran enormes y tan pesadas que a veces sobrepasaban los dos kilos siendo causa de jaquecas y apoplejías.
En el Renacimiento la peluca fue objeto decorativo. Isabel I de Inglaterra tenía ochenta, según ella para no ser menos que su pariente María I Estuardo, reina de Escocia. La peluca estaba en todas las cabezas, incluso en la del filósofo Descartes, que dejándose ganar por la moda tenía una docena.
Las pelucas de señora alcanzaban gran altura y se montaban sobre una estructura de alambre y una vez aderezadas se procedía a su empolvado y engrasado para mantenerlas compactas.
Viejos y jóvenes usaban peluca en la Corte. Pero a principios del siglo XIX decayó el gusto y a mediados de ese siglo cayó su boga en picado. También para entonces comenzaba su rápido declive.