Por: Dr. Omar Josué ROJAS VÁZQUEZ
CHOLULA.- Dicen los antiguos que en cualquier pueblo debían existir tres figuras de peso, y no era el presidente municipal, era un maestro, para educar a los niños, porque ellos son el futuro, un sacerdote para guiar al pueblo por el camino del bien, y un médico, para poder curar a la gente, sin embargo, este último fungía como maestro, guía y médico en algunos casos, pues hubo un tiempo en el que el oficio médico se consideraba un arte, casi una divinidad, pues sus manos eran capaces de sanar, de traer la vida, de consolar al enfermo, el papel del médico tuvo tintes celestiales hace ya muchos ayeres, pero, ¿Cuál es el momento más divino o apoteósico del médico?
Muchos podrían pensar en el ego característico de nuestro gremio y apostar todo por decir que el momento de la titulación es lo más cerca que estaremos de la divinidad, sin embargo, ese instante es, tal vez, el momento más humano que podemos experimentar, pues es dónde todo el esfuerzo ha valido la pena.
Hay muchos momentos en la carrera donde tocamos la divinidad, y no por el hecho de considerarnos divinos, más bien por el hecho de tener una pequeña epifanía con cada momento descrito
Del alba al crepúsculo de la vida
Decía un querido maestro de la preparatoria que el médico se encargaba de pasar la batuta, donde la vida vieja da paso a la vida nueva y la vida nueva llega para germinar, para crecer, para abonar y mejorar los errores de la vida vieja, es tal vez el momento más divino que puedo recordar durante los años de adiestramiento, claramente todo el proceso del parto posee una base fisiológica, sin embargo, el hecho de ver, de poder materializar algo intangible como el aliento de vida, representado infinidad de veces por artistas y sabios, es simplemente apoteósico, en su sentido más romántico, el proceso del parto, visto desde los ojos del médico, supone el contacto directo con el ser supremo, el que usted desee, en el que usted crea, la divinidad de la vida se vuelve tangible, palpable, es casi poético.
Sin embargo, ser testigos y partícipes del paso de un plano a otro es algo inherente en nuestro ejercicio, cada intento de reanimación, cada cirugía que no obtiene el resultado esperado, cada paciente que no puede pasar la noche, cada madre, cada hijo, cada padre y cada hermano, cada conjunto de signos, cada curva descendente, cada descenso, cada desaceleración, nos recuerda que nuestro paso aquí solo es momentáneo, un ínfimo pedazo de la línea temporal de la vida, y aunque muchas veces no esperamos perder la batalla, muchas más la muerte llega como una amiga, un consuelo o un alivio, pese a la opinión que esto pueda generar, todas las aristas deben ser revisadas.
Son pues, muchos los momentos en los que, de una forma u otra el médico, en pleno ejercicio de su profesión, toca lo intangible, siente lo invisible, lucha por lo inimaginable, entra en contacto con algo superior a uno, no olvida en ningún momento la ciencia, solo es partícipe de algo poco entendible para muchos, la dualidad de lo tangible con lo intangible, solo es testigo de la fe.