Por Alejandro MARIO FONSECA
El virreinato mexicano fue un modelo de dominación impuesto por España y por mucho tiempo considerado fiel reflejo de su monarquía absoluta. Para Octavio Paz (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe) hay una diferencia capital entre el sistema político novohispano y el de la metrópoli: los grupos que componían a la sociedad novohispana no tenían representación política nacional y no conocieron las Cortes, es decir, la forma hispánica de parlamentarismo.
En Nueva España el Estado fuertemente centralizado y con una burocracia poderosa, conservó los particularismos, el regionalismo y las jurisdicciones privilegiadas del medioevo: no existía igualdad ante la ley, había leyes especiales para los diferentes grupos étnicos, para las órdenes religiosas, comerciantes, etc. El régimen tampoco era feudal, debido a la propiedad colectiva de la tierra (por parte de las comunidades eclesiásticas y de los pueblos) y a que los latifundistas dependían estrechamente de la autoridad central.
Paz se apoya en Max Weber para caracterizar al régimen político novohispano como patrimonialista. En cuanto a las relaciones comerciales, el Estado tenía el derecho de exigir prestaciones o contribuciones a los particulares, pero el responsable no era el individuo, sino la corporación.
Existía una compleja red de asociaciones, congregaciones y cofradías de artesanos; se trata del mercantilismo, cara económica del régimen político patrimonial: su principal característica es el monopolio lucrativo del comercio.
La resolución de los conflictos quedaba en manos de la Audiencia, presidida por el virrey y dominada por los oidores (que dependían directamente del rey), siendo los dos polos de la justicia la severidad o la benevolencia: el principio determinante era la gracia, no la legalidad formal.
Un juego sutil de balanzas y contrabalanzas
Para completar el cuadro, tanto la universidad como el ejército eran instituciones que corresponden al régimen patrimonial: del ejército profesional estaban excluidos los naturales del país; la educación aparecía como especialidad de los clérigos y como universitaria, cuya función a finales del siglo XVIII iba a ser la preparación de la naciente burocracia moderna, cosa que se vio interrumpida por la rebelión emancipadora.
En suma, el régimen político novohispano era patrimonial: la dominación del virrey ayudado por sus servidores y allegados; es decir, el gobierno concebido como la extensión de la casa real.
En efecto, el poder del virrey era el alter ego del monarca, como gobernador general estaba encargado de la administración y de la marcha del reino, como capitán general dirigía la administración de los asuntos militares y, como presidente de la Real Audiencia dirigía la política general de la nación y administraba parcialmente la justicia.
Sin embargo, no se trata de un patrimonialismo puro, ya que la corona también imponía frenos al poder del virrey: virreinatos cortos, la prohibición de que fueran acompañados por sus familiares a la Nueva España, y como principal control el juicio de residencia.
Finalmente, tenemos las limitaciones internas al poder del virrey, además de los poderes regionales, lo que Paz llama “un juego sutil de balanzas y contrabalanzas”: la Real Audiencia, extensión del Estado español, que además de compartir el poder judicial del virrey, tenía relación directa con el rey; y el poder moral y religioso del arzobispo de la ciudad de México.
Del caos al dominio del ogro filantrópico
Después de la frustrada guerra de Independencia, México vivió un caos político que desemboco en la Guerra de Reforma y en el porfiriato. El patrimonialismo cobró nuevos bríos y vino la Revolución, que resultó una farsa republicana que enmascaraba un patrimonialismo blando basado en promesas de bienestar social.
Sí hubo reformas importantes, sobre todo en el período del desarrollo estabilizador, sin embargo, el poder político siguió concentrado en el presidente en turno; y desde el salinato dicho poder cayó en el abuso, la impunidad y la corrupción desenfrenados: lo que hoy llamamos neoliberalismo.
A fines del siglo XX el poder patrimonial tuvo que ir cediendo cotos de poder para evitar una nueva revolución. Se fue imponiendo una tímido reforma electoral que le dio paso a los fallidos gobiernos panistas. El neoliberalismo se profundizó y vino el gobierno de los escándalos de Peña Nieto.
¿Por fin la modernidad?
Y así fue como llegó el tsunami de la 4 T obradorista. La herencia que le deja el presidente AMLO a Claudia Sheinbaum, puede resumirse en un párrafo:
El intento de devolverle a México su capacidad creadora mediante la construcción de un acuerdo nacional que haga de la honestidad una forma de vida y de gobierno.
La Cuarta Transformación de AMLO se quedó a medias. ¿Por qué? Porque todavía son muchos sus enemigos y además todavía son muy poderosos.
Sin embargo, a pesar de remar conta un mar embravecido, parece que ya llegó el momento en que nuestro país se despoje definitivamente de las camisas de fuerza que todavía impiden el verdadero desarrollo: la desigualdad, la pobreza, la corrupción, la impunidad, la violencia y la inseguridad.
Claudia Sheinbaum, una doctora metida en política, está perfilando con toda claridad un proyecto de nación, que más allá del carisma (con él que no cuenta) y del poder de la tradición del ogro filantrópico (que está dando sus últimas patadas), se convertirá en el paradigma de la modernización mexicana. Sus herramientas son: austeridad, racionalidad, legalidad y responsabilidad.