Por Edmundo TLACUILO ALMAZÁN
CHOLULA.- “En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de vive la commune ¿Qué es la comune, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?”. La comuna es el ejemplo vivo de lo que el proletariado puede hacer como clase en el poder; es la muestra fehaciente de que el gobierno de los trabajadores no es utopía sino realidad; es, en definitiva, la manifestación histórica, viviente, de que un gobierno surgido de la clase trabajadora es el único que puede realmente servir a sus intereses.
El gobierno de los trabajadores duró apenas dos meses, 60 días que fueron suficientes para poner de relieve la superioridad humana y teórica de la clase trabajadora sobre la timorata y cobarde burguesía de la época.
Después del derrumbe del segundo imperio en el que la triste figura de Napoleón III había terminado por doblegarse ante el poderío plusiano, en Francia se generó un vacío de poder. La gris burguesía, cuya cobardía había quedado de manifiesto en las sangrientas luchas de 1848, intentó asirse al poder. Adophe Thiers, un representante digno de su clase, decidió someterse a las órdenes del conquistador antes que a los clamores de un pueblo hambriento que no solo dio muestras de conciencia y organización, sino del patriotismo que tanto pregonaban sus enemigos, y que pocos como él hicieron valer entonces. Si algo comprendió ese “mono con instinto de tigre” fue que en París estaba en juego no solo la independencia de Francia frente a la potencia emergente, sino, todavía más importante, el triunfo de una clase sobre otra, el advenimiento de un gobierno proletario que, en caso de triunfar sería el símbolo de una lucha inminente en todo el continente.
La comuna, hoy, 150 años después, debe darnos dos lecciones, la primera de ellas: la demostración táctica, el hecho palpable y rotundo de que el triunfo de los trabajadores es posible. En palabras del gran maestro del proletariado: “Cuando la comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus superiores naturales y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la bandera roja, símbolo de la república del trabajo, ondeando sobre el hotel “De Ville”; la segunda, y no menos importante: Gracias a la lucha de los trabajadores, entonces y después, hoy contamos con derechos que nos parecen inalienables, pero que hace apenas un siglo eran un sueño para los hombres que producen la riqueza en el mundo. Los decretos promulgados por la comuna obligaron al gobierno de Thiers, una vez que regresó triunfante del exilio en Versalles, empuñando las armas contra el pueblo, a aceptar ciertas condiciones en la mejora del nivel de vida de los trabajadores, precaución que no tardaron en seguir otras naciones. Lamentablemente, estas condiciones fueron insuficientes y, con el tiempo, los acaparadores de la riqueza tuvieron la astucia de utilizarlas para dividir a la propia clase trabajadora. Pero aún hoy, el mundo entero tiene mucho que agradecer al sacrificio de los obreros parisinos, cuya bandera roja ondea esperando en el horizonte una nueva mano que la empuñe.
París, como muchas otras veces en su historia, fue regado con la sangre de miles de trabajadores que defendieron, hasta su último aliento al gobierno popular más de 20 mil muertos y 40 mil prisioneros fueron el resultado de la embestida reaccionaria orquestada por la clase que veía en peligro sus privilegios, una clase a la que ya no importaban nacionalidades, lo que explica las pérfidas alianzas que urdió con los prusianos contra los obreros franceses. La lucha dejó su forma de conflicto entre naciones y se impuso, como debía ser, su carácter de clase.
Hoy ya no son necesarias ni útiles las revueltas armadas; pero el espíritu de la comuna sigue vivo en la realidad del mundo moderno. Los derechos conquistados sean perdidos nuevamente y la miseria reina en miles de millones de hogares en todo el mundo, recordar la comuna significa entender su vitalidad, saber que es posible un nuevo mundo si los trabajadores se disponen, organizados a recuperar lo que por derecho les corresponde. Hacerle honor a una de las más grandes hazañas de la historia es el deber de las generaciones de hoy; y ello se logra continuando con el esfuerzo y persiguiendo las metas justicieras que los obreros de la comuna llegaron a las generaciones futuras. El objetivo es el mismo; no se trata de conquistar nuevos derechos, aunque en este momento sean necesarios como una primera etapa; la tarea esencial radica en cambiar el sistema y luchar por derechos que el hombre debería tener por el simple hecho de serlo.
Benévolo lector, algunos versos de Minerva Margarita Villareal.
Nació en Montemorelos, Nuevo León, el 5 de abril de 1957. Estudió la licenciatura en sociología, el diplomado en teatro y l maestría en letras españolas, en la Universidad Autónoma de Nuevo León, realizo estudios de desarrollo comunitario en Israel, donde la poesía se manifestó en su vida. Su obra poética ha sido traducida al inglés, francés, italiano, placo, y macedonio. Fue una investigadora activa en sus 62 años de vida.
El Acto de Caer
Una caída siempre obliga a las cavilaciones.
Si el golpe deriva en fractura
se requiere reposo y mucha materia gris
para aquilatar los pasos por andar,
y, sobre todo,
reconstruir en la imaginación
lo que mente alguna hubiera deseado:
la forma en que nosotros mismos
nos metemos el pie
para caer,
como si solo así, en la caída,
tuviéramos la dicha de contemplar el cielo.