Por Nancy LUNA
CHOLULA.- Un 26 de mayo, pero de 1977, un decreto presidencial de José López Portillo estableció que el hasta entonces tristemente célebre Palacio de Lecumberri se transformaría en la nueva sede del Archivo General de la Nación, tras más de seis décadas de funcionar como centro penitenciario.
Ese momento es el máximo punto de inflexión en la historia de este inmueble de la Ciudad de México; que marca la frontera entre las tinieblas del pasado y la luminosidad de un presente dedicado a la preservación de la memoria histórica del país.
La mejor forma de entender esta transición es dando un breve repaso por los capítulos más significativos en la historia de este sitio emblemático.
La construcción del Palacio de Lecumberri se dio en el régimen de Porfirio Díaz, como consecuencia de una reforma realizada al Código Penal en 1871, que planteaba la construcción de un centro penitenciario grande y moderno, donde la arquitectura y poderío económico fueran acorde con la imagen de México que el entonces presidente quería transmitirle al mundo.
Los encargados de elaborar el proyecto fueron los ingenieros Miguel Quintana, Antonio Torres Torija Torija y Antonio M. Anza, quienes adaptaron una idea del arquitecto Lorenzo de la Hidalga, que a su vez retomó un proyecto original del inglés Jeremías Bentham. El diseño es tipo panóptico, y los pabellones de las celdas están colocados en torno a una torre central de vigilancia de 35 metros de altura.
La distribución de las galerías en forma de estrella de siete brazos provocaba que los presos se sintieran continuamente vigilados, pues todo el tiempo podían ser observados por los guardias y celadores. Esto les quitaba privacidad e incrementaba la presión psicológica hacia los reclusos.
Los presos eran colocados en determinadas galerías o crujías de acuerdo con los delitos cometidos. En un principio las celdas eran individuales y estaban equipadas con una cama y sanitario.
Durante sus primeros años el Palacio de Lecumberri funcionó conforme a lo planeado, sin embargo, el orden y el control en la distribución de los espacios duró muy poco. La sobrepoblación complicó todo, pues, aunque la cárcel estaba proyectada para albergar 996 internos (entre hombres, mujeres y menores de edad), para 1971 llegó a tener alrededor de 3,800 personas. Por supuesto, las celdas dejaron de ser individuales.
Conforme había más reos las condiciones de salubridad fueron en decremento, los alimentos escasearon (o disminuyeron su calidad), las instalaciones dejaron de tener un mantenimiento adecuado y se dejaron de cubrir las necesidades humanitarias más básicas. Mención aparte merecen las temidas celdas de castigo, que eran espacios mínimos y pésimamente iluminados. Los reos que tenían la desgracia de caer ahí debían soportar una escasa ventilación y la ausencia de un sanitario.
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