Por José Salvador Espina Garzón.
Vivimos momentos de mucha turbulencia en un mundo posmoderno, donde parece que los valores y las instituciones van perdiendo relevancia e interés en la gente, y sobre todo en las nuevas generaciones. Esto se vuelve un problema porque esta actitud de la sociedad ha permitido los atropellos y abusos de algunas personas con hambre y sed de poder, que han ido radicalizando el espectro político hacia uno u otro lado, dividiendo a las naciones y a las familias por temas ideológicos y políticos.
Sin duda, el hombre, naturalmente, busca puntos de referencia y anhela la verdad. Por ello, una de las tareas más importantes que tenemos en estos tiempos es la de resignificar lo que el mundo ha despojado de valor. Volver a ver a las personas como lo más maravilloso del mundo, no solo por su dignidad intrínseca, sino por el potencial que solo nuestra imaginación puede concebir. Ese espíritu humano que nos llena de ilusión y asombro nos permite reconocer lo hermoso como hermoso y lo verdadero como verdadero.
Sin embargo, cada día, la politización de estos temas está más presente en nuestras vidas, justamente por la falta de referencias en materia de valores e instituciones que nos saquen, de nueva cuenta, de un estado de fragilidad ante los liderazgos populistas que dan soluciones fáciles a problemas complejos.
El ejemplo claro es lo que ha pasado en los últimos días con la elección del nuevo Papa, en donde, en lugar de priorizar la oración y la esperanza de que sea Dios quien muestre su voluntad a través de los cardenales, la hemos vuelto, de nueva cuenta, una batalla cultural por ver qué bando se queda con el trono de San Pedro, en una maquiavélica partida de ajedrez mundial.
En este caso, vemos actores internos y externos de la Iglesia queriendo presionar a los electores para satisfacer agendas y objetivos personales antes que pensar en el bien de la institución y en el cumplimiento de su misión.
Esta politización de cada aspecto de la vida personal y colectiva ha provocado una radicalización en las personas, construyendo muros en lugar de puentes, y enemigos en lugar de hermanos.
Concluyo con la ilusión y la invitación a que regresemos a lo simple, no porque sea viejo o conservador, sino porque es ahí donde muchas veces volvemos a descubrir la belleza de las cosas y sus detalles. Pero, sobre todo, resignificarnos a nosotros mismos como lo que somos: la mayor obra del mundo y quienes más maravillas podemos lograr.